El Crimen de la Herencia I



                                                                 1

         Resbaló en la cocina.

         Unas pequeñas gotas de aceite provocaron que el anciano cayera de bruces contra el suelo, haciendo añicos el plato de comida que sostenía en la mano antes de la brutal caída. La rotura de la cadera fue inmediata. Adolfo notó en su interior el crujido seco de su propio hueso. Un grito ahogado fue lo único que pudo salir de sus labios rígidos paralizados por el dolor. Tembloroso, intentó incorporarse una y otra vez sin conseguirlo. A ras de suelo, podía ver las patatas fritas desparramadas sobre las baldosas, entremezcladas con pequeñas piezas del plato que se habían esparcido de forma aleatoria.

         Adolfo llamó a su mujer pidiendo auxilio en vano. Fue un acto reflejo inútil y él lo sabía. Carmen desde muchos años atrás padecía de Alzheimer. A pesar de escuchar claramente la voz de su marido, la pobre mujer se limitaba a dar vueltas de un lado a otro del pasillo, incapaz de descolgar el teléfono para marcar el número de urgencias. Ella percibía de forma clara la tensión del momento, pero su cerebro ya no sabía procesar la información que estaba recibiendo por medio de sus sentidos.

         Carmen rompió a llorar angustiada gritando el nombre de su marido. A pesar de ello, en ningún momento le miraba a la cara y seguía recorriendo el pasillo de extremo a extremo, dando pequeños pasitos con sus pantuflas desgastadas. Adolfo pensó en pedir socorro a los vecinos; pero su hilo de voz apenas inundaba la propia cocina. Se fue arrastrando como pudo hasta la mesa y agarró tembloroso la pata de una silla. Haciendo un esfuerzo sublime, levantó la pata y golpeó contra el suelo varias veces. Nadie respondió. El reloj de carillón marcaba las once menos cuarto y los vecinos ya se habían acostado. El anciano era consciente de que el tramo que le separaba del salón para poder llegar al teléfono resultaba del todo insalvable en aquel trance.


                                                                 2

         Adolfo y Carmen habitaban una antigua casa de grandes estancias y techos altos, con suelo de madera resquebrajada por el paso del tiempo. Vivían solos desde hacía más de veinte años. De sus tres hijos, tan sólo Daniel  les llamaba a diario para saber cómo se encontraban. Sergio y Celia se habían desentendido de ellos por completo y ni tan siquiera en las fechas navideñas eran capaces de visitarles. Daniel habitaba una pequeña buhardilla no muy lejana al domicilio de los padres y a menudo les traía comida. El hijo pequeño alternaba su trabajo de artesano con su verdadera pasión: la poesía. Tallaba figuras de madera que luego barnizaba para venderlas en un pequeño puesto del Rastro. Ese trabajo casi no le alcanzaba para llegar a fin de mes, pero se había acostumbrado a su vida bohemia sin grandes pretensiones económicas.

         Daniel vivía solo. Como única compañía tenía un perro de pelo beige. Telmo era un golden  que encontró abandonado en un cubo de basura, siendo todavía un cachorro con los ojos cerrados y llenos de legañas. Lo envolvió en su cazadora y lo llevó a casa para darle de comer en un cuenco de leche. A los pocos días, se dio cuenta de que el pequeño cachorro ya formaba parte de su vida y lo acogió para siempre bajo su techo. Cinco años después, Telmo se había convertido en un perro tranquilo y cariñoso.


                                                                 3

         El reloj de pared hizo sonar las once. A pesar de todo, Adolfo intentó llegar hasta el salón arrastrándose por la cocina. Todavía albergaba la esperanza de que su hijo Daniel fuera aquella noche a visitarles, pero no podía quedarse inmóvil sin más aferrado a esa posibilidad. Haciendo aplomo de paciencia y conteniendo el dolor, fue desplazándose por el suelo con los brazos extendidos. A su paso, un ligero rastro de sangre quedaba marcado en las baldosas blancas. El anciano se había cortado la mano derecha tras el impacto del plato contra el suelo. Carmen lloraba desconsolada tapándose la cara con las manos. Adolfo tardó casi una hora en salir de la cocina a rastras por el pasillo. Logró llegar al salón a duras penas, completamente extenuado. Alzó la mano para descolgar el teléfono de la mesa y por fin pudo conseguirlo. Justo cuando iba a marcar el número de urgencias, se desvaneció. El cable del teléfono quedó colgando. Por el auricular se escuchaba el tono de la línea. Al cabo de varios segundos, la estancia se quedó en silencio.


                                                                4
      
         Daniel no tenía pensado acercarse aquella noche por casa de sus padres. Había pasado toda la tarde tallando y se encontraba cansado. Decidió telefonearles para saber al menos cómo se encontraban. Marcó varias veces el número, pero comunicaba. Volvió a llamar media hora después y la línea seguía ocupada. Se extrañó mucho, ya que no solían hablar durante tanto tiempo. Cogió la correa de Telmo, se puso el abrigo, la bufanda, y salió de la buhardilla en dirección a la casa. Aquel 29 de diciembre hacía una noche heladora. Algunos copos de nieve caían suavemente sobre las calles sin llegar a cuajar sobre el asfalto. Entró en el portal y subió las escaleras. Daniel llamó al timbre, pero no le abrían. Pegó el oído a la puerta y pudo escuchar los lamentos de la madre... Su corazón se aceleró. Sacó la llave y la metió en el ojo de la cerradura. Tras forcejear varios segundos, por fin entró. Fue corriendo hasta el salón. El padre estaba sin sentido, tumbado en el suelo con el brazo estirado en dirección al auricular del teléfono. La madre permanecía sentada junto a él, tiritando de frío mientras sollozaba. Telmo lamía la cara de Adolfo gimiendo, consciente de que algo no andaba bien. Incorporó a su padre como pudo, recostándole en el sofá. Llamó al servicio de urgencias, que nada más llegar al domicilio certificó la rotura de la cadera izquierda. Adolfo tuvo que ser ingresado de inmediato en el hospital. Daniel durmió aquella noche en casa de los padres.

         —¿Dónde está papá? —preguntaba Carmen sentada sobre su cama con la vista perdida.

         Daniel se acostó a su lado e intentó calmarla. Entonces recordó cómo de pequeño ella le arropaba, le cantaba canciones y le contaba algún cuento hasta que se dormía. A veces Carmen dejaba sobre su mesilla una antigua cajita de música que había heredado de la bisabuela materna. Al abrirla, las notas del “Para Elisa” de Beethoven escapaban del interior, mientras una bailarina de madera se movía al compás de la música. Infinidad de noches en su infancia, concilió el sueño escuchando aquella sutil melodía…

         Daniel fue al salón, abrió la vitrina de cerezo y extrajo la pequeña caja. Suavemente le pasó un trapo para quitarle el polvo. Después la colocó en la mesilla. Durante varios minutos estuvo acariciando a su madre hasta que por fin se durmió. Al cabo de un rato cogió una manta vieja y se acostó en el sofá. Estuvo dando vueltas toda la noche sin pegar ojo. Cuando por fin pudo conciliar el sueño, tuvo una pesadilla que le hizo volver en sí. Sudoroso y jadeante, se incorporó del sofá con el corazón acelerado. Entonces recordó las imágenes que había tenido: las baldosas de la cocina comenzaron a despegarse del suelo sin motivo alguno formando el cuerpo de un ataúd, justo en el mismo sitio donde resbaló su padre.


                                                                 5

         Al día siguiente Daniel telefoneó a sus hermanos para ponerles al corriente del percance. Ante su sorpresa, Celia se ofreció a llevar a la madre a casa mientras durase la convalecencia de Adolfo en el hospital. La actitud solicita de su hermana le extrañó, ya que Celia durante años estuvo ignorando a sus padres con toda la indolencia del mundo. El desprecio hacia ellos había llegado hasta el punto de pasar la Nochebuena tan sólo con su otro hermano. Entre Celia y Sergio existía una complicidad perversa que rayaba lo incestuoso...

         A menudo se preguntaba cómo sus dos hermanos podían ser así. Sergio, el mayor de los tres, era un tipo engreído, prepotente y materialista que siempre le despreciaba hasta humillarle. Dirigía una floreciente empresa de negocios en la cual tenía a su cargo más de veinte empleados a los que trataba con despotismo. Su obsesión por el dinero era insaciable. Cuantos más ingresos obtenía, más estimulaba su avaricia. Sergio se aprovechaba sin escrúpulos de la vejez de sus padres. Convenció a Adolfo para que pusiera a su nombre como titular su cuenta bancaria, con la excusa de revisarle  todas las facturas y asegurándole que gracias a una serie de transacciones, le procuraría unos intereses mensuales... Había llegado al punto de vender un apartamento en la costa propiedad de Adolfo, quedándose con todo el dinero sin dar ningún tipo de explicación a su hermano. Simplemente le dijo que la venta del piso iba a ir destinada a los cuidados de sus padres. Cuando Daniel le pidió que le mostrara el documento de compraventa de la vivienda, Sergio puso mil excusas y le engañó diciendo que había vendido la casa a un precio menor, escriturando la venta por la cuarta parte del precio real. Después guardó esa cantidad como dinero negro en una caja fuerte que tenía a medias con su hermana en el chalet de la urbanización donde residía.

         Celia, la más pequeña de los tres, era una mujer arpía, sibilina y manipuladora. Para ella su principal arma siempre fue la mentira, mediante la cual se había ido abriendo paso a lo largo de su vida. Con frialdad calculadora ponía las miras en sus objetivos y no tenía escrúpulos a la hora de utilizar a quien fuera necesario. El culmen de su maldad, fue llegar a quedarse embarazada fruto de una relación al margen de su matrimonio. Durante años mantuvo engañado al marido como si aquella hija hubiera sido suya. Tras solicitar las pruebas de paternidad, Javier pidió inmediatamente el divorcio.


                                                                 6

         A media mañana Celia se presentó en casa de los padres y recogió a Carmen para llevarla a su domicilio. Los días posteriores Daniel estuvo visitando a Adolfo en el hospital. La rotura de cadera le había postrado en la cama y la intervención quirúrgica debía realizarse lo antes posible. El día anterior a la operación, estuvo toda la tarde en el hospital para darle ánimos.

         —Ya verás cómo te recuperas pronto —consolaba a su padre.
         —Dios te oiga, hijo. Lo único que deseo es volver a casa con mamá… ¿Qué tal está?
         —Muy bien, no te preocupes. Celia se la ha llevado con ella.
         —¿Celia? No sabes cuánto me alegro. Últimamente nos tiene abandonados... Y estás navidades han sido tan tristes... Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vino a cenar en Nochebuena.
         —No se lo tengas en cuenta; ella vive a su aire. Además, a ti nunca te gustó mucho la Navidad.
         —Es cierto... Pero eso tiene un motivo: el entierro del abuelo fue un 24 de diciembre, y aquel suceso marcó a la familia de por vida. En fin, siempre hay algo de tristeza en esas fechas si tus seres queridos no se reúnen.
         —Nuestra familia es así, papá —replicó Daniel—, tenemos que reconocerlo. Desde hace mucho tiempo está completamente desunida. Sergio y Celia hacen la guerra por su cuenta, como si tuvieran una alianza secreta entre ellos... No le des más vueltas a la cabeza. Procura estar tranquilo y optimista. Lo importante es que la operación salga bien y que regreses a casa cuanto antes.
         —Tengo tantas ganas de volver...
         —¿Necesitas que te traiga algo de allí? ¿Quieres el transistor para escuchar la radio?
         —Sí, hijo, por favor, me hará bastante compañía... Y tráeme también mis recortes de periódico del fútbol. Las enfermeras no se creen que fui jugador del Real Madrid, aunque es cierto que ha llovido mucho desde la década de los cuarenta... ¡Qué tiempos aquellos! Sin duda los mejores de mi vida... Fue entonces cuando conocí a Carmen aquel verano en la sierra... No te puedes hacer una idea lo guapa que era tu madre... Cuando íbamos al cine, los de las butacas de delante se daban la vuelta para mirarla y rumoreaban... Recuerdo la primera vez que le pedí bailar en las fiestas del pueblo. ¡La pisé tres veces de lo nervioso que estaba!

         Daniel sonrió.

         —Mañana tienes aquí los recortes, papá, no te preocupes.
         —Y el transistor, hijo, y el transistor.
         —Ahora te van a servir la cena. Descansa bien, ¿vale?
         Daniel le dio un beso en la frente y salió del hospital. Era consciente de lo mucho que su padre se había debilitado. Adolfo siempre fue un hombre de temperamento fuerte. Con él tuvo infinidad de discusiones que les hicieron enfrentarse. Sin embargo, todas esas peleas se habían diluido como por arte de magia en su memoria.

         Mientras caminaba con las manos en los bolsillos bajo una tenue lluvia, imaginó aquella tarde en la sierra el día que se conocieron sus padres. De alguna manera esa tarde fue la que por azar le dio la vida.


                                                                 7

         Tras la operación de Adolfo, Daniel estuvo llamando varios días seguidos a Celia sin obtener respuesta alguna. Cuando por fin la pudo localizar, le preguntó cómo estaba Carmen.

         —Se encuentra muy bien, no te preocupes.
         —Papá está deseando verla... Tenemos que llevarla al hospital para darle ánimos. Quiero hablar con ella. Dile que se ponga, por favor.
         —Está echada en la cama.
         —En ese caso, llamaré más tarde.
         —Lo siento, Daniel, pero no va a poder ser... Mamá no se encuentra bien.
         —Me acabas de decir que estaba muy bien. Por favor, no me hagas luz de gas.
         Durante unos segundos permaneció en silencio.
         —Mamá no está en casa.
         —¿Qué? Repíteme eso.
         —Sergio y yo la hemos ingresado en una residencia.
         —No me lo puedo creer.
       —Créetelo, Daniel. Es lo mejor para ellos. Ya están demasiado mayores para vivir solos.
         —¿Cómo puedes saber lo que es mejor para ellos, si durante veinte años apenas les habéis visitado?
         —Exageras un poco, ¿no te parece?
         —¿Que exagero? Ni siquiera te has molestado en venir a verles esta Navidad. ¿Crees que a ellos no les afecta? ¿Así les pagas todo lo que te han ayudado siempre? ¿Acaso has olvidado ya los cheques que papá te enviaba para tus gastos?
         —Puede que por ser la pequeña hayan tenido un trato de favor conmigo, pero eso es agua pasada y yo no tengo la culpa de que fuera así. Para que veas que no soy desagradecida, a partir de ahora quiero que nuestros padres vivan como reyes.
         —¿Cómo reyes en un asilo? Sabes de sobra que  nunca han querido ir a un sitio como ése.  En un asilo es imposible  que tengan la misma dedicación hacia ellos que en casa, y además van a echar de menos sus cosas. Su cama, su sofá, sus recuerdos...
         —Sergio y yo lo hemos decidido así, Daniel. No hay vuelta de hoja.
         —Sergio y tú, siempre Sergio y tú. ¿Y yo, qué? ¿Acaso mi opinión no vale nada? ¿Con qué derecho me imponéis vuestros criterios? Soy yo el que les conoce mejor. Siempre he estado ahí para lo bueno y para lo malo. ¿Sabes? No es fácil convivir con dos personas mayores. El carácter de papá se ha ido torciendo con la vejez. Muchas veces me ha hecho daño con su manera de ser... Pero no me importa. Es mi padre y no quiero que pase los últimos años de su vida en un asilo.
         —Habla con Sergio —dijo Celia en tono seco.
         —No dudes que hablaré con él. Dame la dirección. Voy ahora mismo a ver a mamá.


                                                                 8

         Daniel tomó nota de la dirección y se dirigió inmediatamente hacia la residencia. Estaba dolido por la manera de actuar cínica y alevosa de sus hermanos. Una vez más habían maquinado entre ellos un plan dejándole al margen. Empezaba a tener fundadas sospechas de sus verdaderas intenciones, que sin duda iban más allá de esa repentina preocupación por unos padres a los cuales habían ignorado durante años. A pesar de ello, Sergio y Celia siempre fueron privilegiados en el trato recibido respecto a Daniel. Nada más cumplir los dieciocho años, Adolfo le compró a Sergio un flamante coche deportivo. Quizás el hecho de ser primogénito le había deslumbrado, sin darse cuenta que en realidad su hijo mayor era un ser indolente y egoísta. Celia, la más consentida de la familia, exigía siempre que todo su vestuario fuera de buena marca. Los caprichos y las ñoñerías de la hija menor llegaban a ser irritables... Sin embargo, Daniel jamás cayó en la vulgaridad de considerar un agravio comparativo las atenciones de Adolfo respecto a él. Al revés. Valoraba cualquier detalle recibido por pequeño que fuese. Cuando años más tarde le regaló un coche de segunda mano, jamás pensó que a su hermano mayor le había comprado uno caro y nuevo. Todo lo contrario. Se alegró del detalle de su padre, pues pensaba que ni siquiera lo merecía.

         Imbuido en estos pensamientos, se topó de frente con el asilo de ancianos ubicado en el barrio de Prosperidad. A simple vista desde el exterior el lugar parecía agradable, pero lo que Daniel se encontró al traspasar el umbral de la puerta sobrecogió su pecho… Decenas de viejos encerrados en lúgubres estancias, permanecían hacinados en el ambiente más desolador que cualquier ser humano pudiera imaginar... Algunos estaban sentados en viejos tresillos desvencijados y mugrientos. Varios miraban al techo o al suelo con expresión hueca como si fueran autistas. Otros caminaban de lado a lado de la estancia vestidos con sus batas malolientes, repitiendo frases autómatas. Uno se rascaba la cabeza sin parar como si tuviera piojos. Otro pronunciaba lamentos compungidos mientras se balanceaba de arriba abajo moviendo la cabeza. Los tics nerviosos eran habituales, como consecuencia del encierro prolongado en aquel lugar deprimente e indigno. A lo lejos, un anciano con el gesto desencajado y las manos encogidas gritaba sin cesar: «¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!». Una vieja le acariciaba el pelo canoso intentando consolarle. A su lado, en el mismo tresillo, un viejo se había defecado encima. El hombre se sacaba el excremento del pantalón limpiándose en las mangas de la camisa, mientras un hilillo de saliva colgaba de sus labios.

          —¡Enfermera! —exclamó una señora algo más joven que el resto—. ¡Agustín se ha cagado encima!

         Aturdido, Daniel buscaba a su madre entre toda esta turba de demencia senil, sin poder encontrarla. Una vieja que arqueaba las cejas con expresión de locura se acercó hasta él y cogiéndole por el brazo, le dijo:

         —¡Juventud divino tesoro, que te vas para no volver!

         Daniel salió de aquella estancia completamente abrumado. Después de atravesar el pasillo principal, por fin encontró a su madre en una esquina, al fondo de una sala sombría. Carmen estaba sentada en una silla de mimbre con la mirada ausente y melancólica.

         —¡Mamá! —exclamó besándole en la mejilla—. ¿Cómo estás?
         —Bien, hijo, bien —respondió con voz débil.
         —¿Qué tal te tratan aquí? —preguntó cogiéndole las manos. Se dio cuenta de que las tenía sucias.

         Carmen permaneció en silencio, como si ocultara algo.

         —Te noto más delgada, ¿comes bien?
         —Sí... Poco, pero bien...

         Era evidente que estaba desorientada por aquella nueva situación en su vida. Daniel tuvo que reprimir la rabia que le desbordaba. En aquel mismo instante habría sacado a su madre de allí aunque fuese por la fuerza.

         —Voy a volver pronto a casa, ¿verdad?

         Aquella pregunta se clavó como una daga en su corazón.

        —Claro que sí, mamá —respondió apretándole las manos con fuerza—. Sólo estarás aquí hasta que papá se recupere.
         —¿De verdad? —insistió la pobre mujer.

         Carmen le miraba con ojos de pena esperando una respuesta.

         —Te lo prometo, mamá. Sólo será cuestión de unos días...

         Había respondido sin convicción, sabiendo que aquello no dependía de él. Algo nervioso, cambió de tema.

         —Mira lo que te he traído —dijo sacando de su abrigo una bolsa pequeña—: tu cajita de música para que la pongas sobre la mesilla.

         Daniel dio cuerda a la cajita y la melodía de “Para Elisa” comenzó a sonar. Nunca en la vida aquellas notas le habían parecido tan amargas como en esos momentos.

         —¿Vamos a tu cuarto y me lo enseñas? —dijo levantándose.

         Al llegar a la habitación, no pudo dar crédito a sus ojos. Aquello ya fue demasiado. Carmen compartía un dormitorio frío y mal ventilado con una anciana en fase terminal, asistida por diversos tubos acoplados a su cuerpo. El alma se le cayó a los pies... Su madre, que había sido la persona más buena y entregada del mundo, no merecía pasar los últimos días de su vida en aquel sórdido lugar.

         Una hora más tarde salió de la residencia con los ojos llenos de lágrimas, jurándose a sí mismo que la sacaría de allí aunque fuese lo último que hiciera en la vida.


... Continuará .

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