El Crimen de la Herencia II



Continuación...


9

         A la semana siguiente Sergio se presentó en la buhardilla de Daniel sin avisar, como era costumbre en él. Llamó al timbre y aporreó la puerta con ímpetu. Telmo se puso a ladrar.
         —¿Quién es? —preguntó Daniel bostezando mientras se anudaba la bata antes de abrir.
         —Soy tu hermano, deberías suponerlo —dijo en tono prepotente.
         —Por supuesto que lo suponía. Nadie más que tú llama a una casa de esa manera.
         Telmo comenzó a gruñir con cara de pocos amigos.
         —Ata al chucho este, no vaya a ser que se me tire encima...
         —¿Sabes qué hora es? —preguntó mientras le hacía pasar sujetando al perro.
         —Las nueve y media de la mañana, hora de estar funcionando ya, como todo el mundo.
         —Me da igual lo que haga todo el mundo. A mí no se me ocurre presentarme en casa de nadie así. Anoche me acosté tarde.
         —Como siempre, claro... No cambias, Daniel. Veo que sigues con tus horarios descabalados.
         —¿Has venido aquí a hablarme de mis horarios? —dijo frunciendo el ceño con cara de fastidio—. Llevo varios días que no estoy de humor para aguantar nada. Lo que habéis hecho con mamá no tiene nombre... Ingresarla en un asilo totalmente en contra de su voluntad.
         —Precisamente a eso venía: a hablar de nuestros padres y...
         —¿Has visto la cara de pena que tiene? —interrumpió Daniel—. ¿Has visto lo deprimente que es ese lugar?
         —Vamos, vamos, no te pongas melodramático... Allí mamá va a estar rodeada de gente para que no se sienta sola.
         —¿Para que no se sienta sola? Cuando llegué estaba en una esquina apartada de todo. ¿Sabes con quién comparte la habitación? ¿Crees que ese ambiente es el mejor para su ánimo?
         —Pues yo la he encontrado muy bien, qué quieres que te diga. Precisamente ayer estuve en la residencia y nunca la había visto tan contenta.
         — ¿Me tomas el pelo? No puedes hablar en serio.
         —Y comen de maravilla —continuó diciendo sin escucharle—. ¿Has entrado en el salón principal? Ayer vi a un viejo de casi noventa años metiéndose un escalope entre pecho y espalda, jajaja.
         —Apenas come nada. Está demacrada desde que la metisteis allí. No sé si Celia y tú tenéis la conciencia tranquila, pero mamá no se encuentra a gusto en ese lugar. Nada más verla, lo primero que preguntó es si iba a volver pronto a casa... Me partió el corazón.
         —No tienes remedio, Daniel —dijo en tono cínico dándole palmaditas en la espalda—, siempre has sido un sentimental... Ahora mismo es lo mejor para ellos. De acuerdo que vivir en un asilo no es como navegar en un crucero; pero es lo que les toca. A ti a y a mí nos pasará lo mismo... Bueno, qué, ¿vamos a estar en el hall toda la mañana?
         Telmo comenzó a gruñir mirando tenso al intruso recién llegado.
         —No le gustas, Sergio. No le gustas nada. Los perros captan al instante las vibraciones de las personas.
         —Eres muy amable, hermanito.
         —Pasa al salón —dijo en tono seco—. Voy a prepararme un café.
         Daniel fue a la cocina de mala gana. No soportaba los aires de grandeza de su hermano mayor. Cargó la cafetera y la puso en el fuego. Sergio se sentó en el salón, sacó un puro de la chaqueta y agujereó el extremo. Después lo encendió ladeando la cabeza con gesto de gangster. Tras dar la primera calada cruzó las piernas, puso el brazo izquierdo sobre el respaldo del sofá y echó un vistazo a la estancia. El perro le miraba tumbado en la alfombra sin quitarle ojo de encima.
         —Veo que sigues igual: con todo desordenado y lleno de polvo.
        —No he tenido tiempo de arreglar la casa—respondió Daniel entrando en el salón con una bandeja de madera tallada por él mismo.
        —¿Sigues con esos pósters de negros? —preguntó refiriéndose a unas fotos de antiguos músicos de jazz enmarcadas sobre la pared—. ¿Cuándo los vas a quitar de una vez?
         —No los pienso quitar —contestó dejando la bandeja sobre la mesa.
         —¿Tanto te gustan esos tipos como para verles cada vez que entras aquí?
         —Me gusta su música —insistió Daniel cogiendo la taza de café—. Es suficiente motivo para tener sus fotos en la pared: Louis Armstrong, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane... Todos ellos han marcado mi vida. Si hay algo por lo que merece la pena vivir, es por la música.
         —¿No crees que deberías ir sentando la cabeza?
         —¿A qué le llamas tú sentar la cabeza, a vivir como un yuppie? —replicó mirando fijamente a su hermano—. Olvídalo. Ese tipo de planteamiento no me interesa en absoluto. La vida no es una cuenta corriente ni unos números bancarios que engordar. Para mí hay cosas más importantes.
         —¿Qué es más importante para ti, tallar monigotes y hacer poesías? Vamos, Daniel, despierta de tu ignorancia... Vendiendo esas baratijas nunca llegarás a nada.
         Sergio siempre se había burlado de la afición de Daniel por la literatura. Le recriminaba constantemente el tiempo que había perdido haciendo poemas en vez de buscarse un buen trabajo.
         —Se come de pan, no de versos —espetó dando una calada al puro—; y para conseguir pan hace falta dinero en vez de poesías... Te lo he dicho siempre y te lo repito una vez más: el dinero es lo que mueve el mundo. Sin dinero no eres nadie, sólo un fracasado. Si hubieras aceptado el puesto  de comercial que te ofrecí, ahora no estarías tallando figuritas de madera.
         —No quiero trabajar para ti, y menos en una empresa que se dedica a destrozar la sierra construyendo chalets adosados por todas partes.
         —Qué raro que no sacases a relucir tu vena ecologista... A mí me gusta la naturaleza tanto como a ti, siempre y cuando sea urbanizable. No le veo sentido a los parques naturales si no los puedes disfrutar.
         —La naturaleza no tiene por qué convertirse en un parque temático donde colocar cubos de basura cada cien metros. Lo cierto es que tu empresa no vela por la naturaleza, sino por la especulación inmobiliaria.
         —Puedes decir lo que quieras, pero gracias a ella nuestras acciones suben en Bolsa como la espuma y me codeo con gente importante.
         —¿A qué le llamas gente importante, a las personas que manejan mucho dinero? Está claro que tu escala de valores no tiene nada que ver con la mía. A mí el status me trae sin cuidado.
         —Vamos, hermanito, no me vengas con el rollo de que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Eso sólo son pamplinas; el cuento del zorro y la parra, consuelo para los fracasados... Todos queremos más, el ser humano es así. El dinero da poder y respeto. Un hombre sin dinero se convierte en un bulto sospechoso... Con tu manojo de poesías no vas a llegar a ningún lado. Tienes que cambiar de actitud si quieres llegar a ser alguien en la vida. ¿Has visto las pintas que llevas siempre con esos pantalones harapientos y esas blusas deshilachadas? Debería darte vergüenza, pareces un mendigo.
         Daniel le escuchaba indiferente mientras acariciaba a Telmo, que se había sentado junto a él.
         —Tienes que mejorar tu imagen. Mírame a mí —dijo incorporándose del sofá—: un traje bien planchado es una garantía para el que te ve por primera vez. Y la corbata siempre da un toque de distinción.
         —No me interesan los trajes ni las corbatas para juzgar a las personas. Sólo me fijo en el brillo que me transmiten sus ojos.
         —Siempre tan idealista... En fin, no voy a discutir contigo. Me da la sensación de que esta misma charla ya la hemos tenido un montón de veces.
         —Por fin estamos de acuerdo en algo. Has venido aquí para hablar de nuestros padres, no para soltarme una vez más lo que piensas de mí, así es que vamos al grano. Quiero que Celia y tú tengáis una cosa muy clara: esta situación tan sólo va a ser provisional. No voy a consentir que mis padres estén allí metidos hasta que se mueran. He prometido a mamá que volvería a casa cuando papá se recupere y lo voy a cumplir.
         —Celia y yo hemos decidido por mayoría que van a quedarse en el asilo —replicó Sergio.
         —No puedes decidir por votación en nombre de otras personas que además son tus propios padres. No puedes encerrar a nadie en contra de su voluntad. ¿Crees que papá va a aceptar vivir el resto de sus días allí metido?
         —La vida es dura, hermano, siempre te lo he dicho —masculló mientras el humo salía por un lado de su boca—. El mundo civilizado es una jungla de asfalto... A los ancianos se les aparta cuando ya no sirven para nada, y, te guste o no, papá y mamá son dos viejos chochos que no saben ni cómo se llaman.
         —Son dos seres humanos que tienen sentimientos y que quieren vivir en su casa.
         —Olvídate de eso. Celia y yo hemos decidido venderla.
         El rostro de Daniel mudó de expresión.
         —Repítelo.
        —Lo has oído perfectamente. Vamos a vender la casa. Necesito ampliar mi negocio y ese dinero me va a venir muy bien... No me mires así; a ti también te conviene, créeme. Sacaremos unos beneficios excelentes de la venta. Yo me voy a encargar de todo, por supuesto. Y no te preocupes: cuando se cierre el trato me pondré en contacto contigo. Después podrás comprarte un estudio y salir de esta buhardilla cochambrosa. Por cierto: deberías pensar también en cambiarte de barrio. En la calle no he hecho más que cruzarme con moros y gentuza.
         —¡Haz el favor de salir de mi casa ahora mismo! —gritó Daniel con rabia.
         Telmo comenzó a gruñir mirando al hermano.
         —Me parece que vamos a tener problemas —dijo Sergio en tono amenazante levantándose del sofá.
          Aplastó el puro contra el cenicero, se puso el abrigo con gesto impetuoso y se encaminó hacia la salida. Antes de girar el pomo, se dio la vuelta y dijo señalándole con el dedo:
         —Por las buenas, lo que quieras. Por las malas, estás perdido. A chulo no me gana nadie.
         Después abrió con fuerza y salió de la buhardilla dando un portazo.




                                                                10

         Varios días más tarde, Daniel recibió una llamada telefónica del hospital. El médico había decidido dar de alta a Adolfo, a pesar de que todavía se hallaba convaleciente. Nada más colgar, acudió presuroso a la residencia para decírselo a Carmen.
         —¡Mamá, traigo una buena noticia! ¡Dentro de poco vas a estar otra vez en casa!
         Los ojos de la madre se iluminaron por primera vez en mucho tiempo.
         —¿De verdad? —preguntó levantando las cejas con gesto de esperanza.
         —He quedado en ir a por papá en el transcurso de esta semana. Pero antes tengo que recoger el coche del taller y contratar a una interna para que os haga compañía.
         Una leve sonrisa brotó de los labios de Carmen, que escuchaba a su hijo sentada sobre la cama del cuarto. Daniel cogió la cajita de música y le dio cuerda. Las notas de Beethoven esta vez si que le parecieron armoniosas…
         Cinco días después, ya había contratado a una interna y tenía el vehículo reparado. El viernes por la tarde fue al hospital para recoger a su padre. Estaba ansioso por que todo volviese a la normalidad después del mal trago que estaban pasando. Aún tenía grabada en la retina la escena de Adolfo tumbado en el suelo inconsciente… Se habría sentido culpable, de no ser por las muchas veces que le insistió para que pusieran alguien a su cuidado. Pero Adolfo era tozudo y orgulloso. Siempre que se lo sugería, le contestaba: «¿Acaso piensas que no soy capaz de valerme por mí mismo?» Al padre le costaba asumir la vejez de una manera natural. Hasta pasados los cincuenta años había sido un hombre apuesto, y la decadencia de su físico era algo que le costaba aceptar.
         Daniel llegó al hospital, aparcó el coche y subió hasta la tercera planta. Recorrió el pasillo principal y entró sin llamar en la habitación 327. De repente paró en seco. En la cama se encontró un enfermo escayolado que le miró con sorpresa.
         —Disculpe —se excusó—, me he confundido de habitación.
         Salió de allí aturdido y confuso.  Lo cierto es que sobre el dintel de la puerta se podía leer el número 327… Entonces pensó que le habrían trasladado a otro sector del hospital, quizás para enfermos a punto de ser dados de alta. Por suerte, en el pasillo se encontró con una de las enfermeras que habían estado al cuidado de su padre.
         —Perdone, busco a Adolfo Pardo. Estaba ingresado en la habitación 327.
         La enfermera, que llevaba una bandeja con frascos de suero y gasas, le miró contrariada.
         —¿No te lo han dicho tus hermanos? Ayer por la tarde se lo llevaron.
         Se quedó sorprendido.
         —¿Sabes adónde?
         —Lo siento, no me dijeron nada.
         Daniel salió del hospital con paso acelerado, buscó una cabina de teléfono y llamó a su hermana.
          —¿Sí?
         —Celia, acabo de venir del hospital y me he encontrado a otra persona en la habitación de papá. Puedes figurarte el susto que me he dado…
          Celia permanecía escuchando en silencio.
         —¿Está ahí contigo, verdad?
         —No, no está aquí.
         —¿Se lo ha llevado Sergio?
         Celia no contestó.
         —He contratado a una interna para que permanezca al cuidado de los dos. Por la tarde voy a sacar a mamá del asilo.
         —Habla primero con Sergio.
         —¿Para qué?
         —Habla con él —insistió Celia.
         —¿A qué viene tanto misterio?
         —Habla con él y lo sabrás.
         —Pero…
         Celia colgó dejándole con la palabra en la boca. Daniel marcó el número de teléfono de su hermano. Las pulsaciones iban aumentando a medida que sonaban los tonos de las llamadas.
         —¿Quién es? —preguntó Sergio con voz altiva.
         —Pásame a papá, quiero hablar con él.
         —No te lo puedo pasar.
         —¿Por qué?
         —Porque no está aquí.
         —¿Dónde está?
         —No te lo puedo decir.
         —¿Que no me puedes decir dónde está papá?
         —Habla con mi abogado.
         —¡Que llame a tu abogado para que le pregunte dónde está mi padre!
         —Eso mismo.
         —Tú has perdido el juicio. No sé con qué derecho me hablas así.
         —Con el derecho que me otorga la ley.
         —¡Pero qué me estás contando!
         —Lo que oyes. Después de sacar a papá del hospital, le hemos llevado a una notaría para que nos diese absolutamente todos los poderes y hacer con sus bienes lo que nos dé la gana.
         —¿Me estás diciendo que sacaste a papá convaleciente para hacerle firmar ante un notario?
         —Eso te estoy diciendo.
         —Eres un canalla.
         —Puedes insultarme todo lo que quieras, pero no soy tan tonto como para dejar ciertos cabos sin atar. He hablado con el médico y me ha dicho que la anestesia le ha perjudicado de manera irreversible. Para que lo sepas, ha sufrido un coágulo en el cerebro y a veces desvaría. Que papá empeore es cuestión de poco tiempo, y esa casa vale un dineral. Doscientos metros cuadrados en pleno centro de la ciudad es algo muy goloso como para dejarlo escapar.
         —¿Dejar escapar el qué?
         —Va a ser un negocio redondo. Mi inmobiliaria ya se ha puesto manos a la obra.
         —Papá con un trombo en la cabeza y tú mientras tanto pensando en los beneficios que vas a sacar… Me das asco, Sergio.
         —Tú también te vas a beneficiar de ello, así que no te escandalices tanto.
         —No tienes ningún derecho.
         —Tengo los poderes que me ha otorgado el notario; con eso es suficiente. Mentalízate de que a partir de ahora voy a ser el que maneje sus cuentas bancarias. Soy el hermano mayor y se va a hacer lo que yo diga. ¿Te ha quedado claro?
         —Eso ya lo veremos —contestó Daniel desafiante.
         —Métete esto en la cabeza: tengo todos los poderes notariales para hacer y deshacer a mi antojo… Si tienes alguna duda, ponte en contacto con mi abogado. Se llama Jesús Baza. Apunta su teléfono: 91 543 15 68.
            —Haz el favor de decirme dónde está papá.
            —Llama a mi abogado y se lo preguntas a él.
            —¡Yo no tengo por qué llamar a tu abogado para saber dónde está mi padre!
            Sergio no contestó. Había colgado a mitad de la frase.




                                                               
                                                                11

         Daniel estaba indignado. La actitud de sus hermanos era algo que le sobrepasaba. Ocultarle el paradero de sus padres había sido ir demasiado lejos… Ese acto malévolo podía calificarse como una especie de secuestro.
         Permaneció varios días postrado en la cama, totalmente deprimido. No comía nada en absoluto. Tan sólo era capaz de levantarse para ir a sacar al perro. El resto del día lo pasaba tumbado en la habitación a oscuras. Telmo permanecía junto a él lamiéndole la mejilla... Lo que más le atormentaba era pensar que le había prometido a Carmen que esa misma semana iba a estar con Adolfo en casa. Le martirizaba tener que volver al asilo para decirle que sus hermanos estaban ocultando el paradero del padre. Por un lado se sentía culpable a pesar de no tener culpa de nada. Sabía que en cuanto su madre le preguntase dónde estaba Adolfo, le iba a hundir más todavía de lo que ya estaba. Pero era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse a la situación. Permaneció varios días sumido en una depresión profunda, hasta que por fin decidió ir a ver a Carmen. El hecho de pensar que la pobre mujer estaría allí sola rodeada de ese sórdido ambiente, era lo único que le estimulaba para dar el paso.
         Un lunes por fin se levantó, se dio una ducha de agua fría, y a primera hora de la mañana se puso en camino hacia el asilo. Aparcó el coche en los alrededores y entró en aquel triste lugar. Era conmovedor ver a los ancianos en esas condiciones, muy por debajo de la dignidad de cualquier persona. A lo lejos se escuchaba el lamento desesperado del viejo que gritaba sin cesar: «¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!». En el pasillo principal, se topó con la anciana que representaba su papel día tras día de manera calcada. Le cogió por el brazo y con mirada histriónica volvió a repetir su frase de costumbre: «¡Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver!». Aquel asilo era como un teatro demencial donde se apartaba a los actores defectuosos que ensayaban su propio guión de manera obsesiva.
         Daniel se dirigió a la estancia conocida por todos los internos como El Cuarto Oscuro. Era la más alejada y lúgubre de toda la residencia. Carmen solía permanecer allí durante horas, con su cajita de música sobre el regazo. Entró en la estancia pero no había nadie; estaba completamente vacía. Entonces fue a su dormitorio. Abrió la puerta y se quedó helado. Sí, allí estaba Carmen; pero junto a ella, en la cama que ocupaba la enferma terminal, se encontró con Adolfo.
         —¡Papá! ¡Tú también aquí!
         Adolfo levantó la cabeza lentamente y le miró con gesto de censura.
         —Hijo, por qué nos han metido en este asilo… Tu hermano dijo que me llevaría a un centro de rehabilitación, y me han traído aquí engañado… Nosotros queremos volver a casa.
         Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos verdes.
         —Y vais a volver, papá —respondió acongojado—. Vais a volver.
         Daniel salió del cuarto a paso firme y en el pasillo se topó con una cuidadora.
         —Comunique a la dirección que mis padres abandonan ahora mismo la residencia. Voy a recoger todas sus cosas.
         Dos horas después, ya estaba en la casa ordenándolo todo. Esa misma tarde, la interna se instaló también con Adolfo y Carmen. Lucrecia era una mujer colombiana de aspecto afable, que enseguida simpatizó con la familia.
         —Escúchame bien, Lucrecia —le dijo antes de irse—: bajo ningún concepto abras la puerta a nadie, aunque te digan que son mis hermanos. Aquí tienes una copia de las llaves de casa por si sales a hacer algún recado. Ten siempre el cerrojo echado, ¿de acuerdo? Si surge algún problema, no dudes en llamarme todas las veces que haga falta, sin importar la hora que sea. Mañana me pasaré por aquí para ver qué tal va todo.
         —Como usted diga, señor —respondió en tono solícito.
         —Trátales con todo el cariño del mundo, por favor. Lo están pasando muy mal.
         —No se preocupe. Puede marcharse tranquilo, que así lo haré.
         —Buenas noches, Lucrecia.
         —Buenas noches, señor.



                                                                12

         La respuesta de sus hermanos no tardó en llegar. Al día siguiente por la tarde, recibió una llamada telefónica.
         —¿Dígame?
         —Soy Jesús Baza, el abogado de Sergio y Celia.
         Daniel colgó al instante. Al cabo de un rato volvió a llamar y actuó de idéntica forma. A lo largo de la semana se repitió aquella circunstancia, pero siguió mostrándose inalterable. Su única preocupación era estar en contacto a todas horas con Lucrecia, para que le pusiese al corriente de las novedades que pudieran surgir. Días más tarde recibió un telegrama en la buhardilla, que decía así:

«Daniel Pardo: comunico contigo en calidad de abogado de tus hermanos. Ponte en contacto urgente con mi oficina antes del próximo martes 15 de enero. Como has hecho caso omiso a todas mis llamadas, te anticipo que, de no contactar en el plazo señalado, procederé de forma contundente contra ti en defensa de los intereses que me han sido confiados.»

Jesús Baza
  
         A partir de ese momento, fue consciente de que sus hermanos utilizarían cualquier medio incluso al margen de la ley para salirse con la suya.
         Jesús Baza era un abogado conocido por sus métodos mafiosos y  su forma de extorsionar a todo aquel que hiciese falta, con el único objetivo de conseguir sus propósitos y ganar el pleito. Había oído comentar a su hermano las muchas veces que le había resuelto situaciones de asuntos turbios en los negocios de la inmobiliaria. Jesús Baza era un tipo duro; un depredador de la justicia que se infiltraba por cualquier vericueto legal para sacar adelante los casos que le eran encomendados, siempre precedidos de grandes sumas de dinero. No tenía ningún tipo de miramientos a la hora de hundir a una persona, si eso le iba a reportar prestigio en el gremio judicial. Se jactaba de haber dejado en la banca rota a numerosos empresarios con sus argucias jurídicas. Presumía a menudo de cierto caso en el cual un empresario se había acabado suicidando, gracias a un pleito ganado a favor de su cliente; un magnate sin escrúpulos que se dedicaba al blanqueo de dinero. Aquel caso fue con el que más se lucró, a expensas de un hombre arruinado por una sentencia injusta. Otra vez llegó incluso a litigar contra una persona a la que años atrás había defendido… Jesús Baza era conocido en los ámbitos jurídicos como El Abogado Mercenario.
         Daniel sabía que no podía permitirse el lujo de dar muestras de debilidad. Nada más recibir el telegrama, se puso en contacto inmediatamente con la oficina. Tras varios minutos de espera, la secretaria le pasó con Jesús Baza. Ni siquiera se molestó en saludarle.
         —Soy Daniel Pardo. Acabo de recibir tu telegrama. Quiero que sepas que mis padres no se van a mover de casa mientras sea su voluntad. A partir ahora ya no están solos ni indefensos frente a mis hermanos.
         —Mira Daniel —respondió en tono duro—: voy a ser escueto porque tengo la mañana muy ocupada y no pienso malgastar el tiempo contigo. En ningún momento voy a entrar en valoraciones sentimentales. Me da igual que tus padres quieran o no seguir viviendo en su domicilio. Yo soy un profesional y me pagan por sacar adelante los pleitos, así que más vale que entres en razón y soluciones el asunto de forma extrajudicial; de lo contrario, lo vas a perder todo, te lo aseguro.
         —Tú no estás por encima de la ley —contestó Daniel.
         —Vaya, vaya; nos ha salido gallito el poeta —espetó Jesús Baza—. Te advierto que no he perdido ni un solo caso en toda mi carrera, y esta vez no va a ser diferente.
         —La ley decidirá, no tú.
         —Eres un ingenuo, amigo… La ley tan sólo es un juego con reglas que se pueden manipular. El que juega mejor, gana. Ésa es mi profesión.
         —Tú sabrás mucho de leyes y de cómo manipularlas a tu antojo, pero yo voy a dar la vida por mis padres si hace falta. Y no importa que en un descuido mío volváis a meterles en la residencia. Iré a por ellos con el coche las veces que haga falta para llevarlos de nuevo a su casa.
         —¿Llamas a eso coche? —dijo riéndose—. Ya estoy informado y tengo hasta la matrícula. Por lo que me cuentan, está que se cae a pedazos… Ten una cosa muy clara: como no te avengas a lo que te imponen tus hermanos, dentro de poco no vas a tener ni para comprarte una barra antirrobo. Te voy a arruinar.
         —Eres un tipo despreciable.
         Colgó el teléfono y suspiró hondo. Sabía que aquello era el inicio de un mal trago; pero esta vez no se iba a hundir. Había bajado durante más de una semana a los infiernos para regresar fortalecido de allí. Cogió la correa, ató a su perro con rapidez, y se fue a dar un largo paseo por los arrabales de la ciudad.
         Daniel paseaba meditabundo con Telmo entre los árboles del parque. La sensación de tristeza que albergaba en su pecho era doble: primero por el sufrimiento que estaban padeciendo sus padres; segundo, porque eran sus propios hermanos los que habían provocado aquella situación. Al fin y al cabo formaban parte de su propia sangre y desde pequeños habían convivido bajo el mismo techo... Sin embargo, era consciente de que con el paso de tantos años fuera de casa, Sergio y Celia se habían ido distanciando de la realidad familiar, adoptando una postura cínica y cómoda para ellos. Solapados bajo la excusa de que en una residencia estarían mejor atendidos, les dejaban campo libre para hacer uso a su antojo del patrimonio con toda la perfidia del mundo.




                                                                13

         Los días precedentes Daniel no tuvo noticias de sus hermanos ni del abogado, aunque eso en el fondo le inquietaba, pues estaba convencido de que tramaban algo a sus espaldas. Procuró volver a la rutina en el taller y se puso al día con varios encargos que tenía pendientes, pero siempre al tanto de cualquier llamada que pudiera recibir en el teléfono. A última hora de la tarde recogía los bártulos y se acercaba con Telmo a casa de sus padres para que Lucrecia le pusiera al corriente de cualquier novedad. Adolfo poco a poco iba haciendo progresos en la rehabilitación, aumentando la frecuencia con que recorría el pasillo apoyado en sus muletas. A pesar de su aparente ausencia mental, Carmen recuperó cierta armonía en sus hábitos e incluso a veces tarareaba antiguas canciones de su época junto a Lucrecia.
         Todo transcurría con tranquilidad, hasta que comenzaron a ocurrir extraños sucesos que pusieron a Daniel en actitud de alerta. Una noche que regresaba con Telmo a la buhardilla, se encontró los dos retrovisores del coche desgajados. No era inusual que a veces sucedieran hechos así en el barrio. En ocasiones las pandillas se juntaban para beber, y a última hora de la noche realizaban actos vandálicos. Lo que le extrañó es que sucediera un martes. Aquellas circunstancias solían producirse los fines de semana. Sin darle más vueltas, el miércoles llevó el coche al taller para reparar los retrovisores. Pero dos días más tarde, se encontró con los limpiaparabrisas retorcidos. De nuevo volvió a llevar el coche para que le reparasen los desperfectos. A la semana siguiente le pincharon las cuatro ruedas y le destrozaron los cristales de las puertas. Era obvio que estaban intentando amedrentarle y no había duda de quién era… En el barrio jamás había tenido problema alguno con nadie. Llevaba una vida sociable y le gustaba bajar a la calle para charlar con todo el mundo. Se pasaba las horas muertas en el parque con los dueños de otros perros. Podría decirse que su barrio, de calles estrechas y empinadas, era como un pueblo dentro de la propia ciudad.
         A partir de esos momentos tomó la determinación de dejar el coche fuera del distrito y se trasladó a vivir con los padres. Durante el día trabajaba tallando las figuras de madera y por la tarde regresaba con ellos. Transcurrió una semana sin ningún contratiempo, hasta que una tarde en la cual iba como siempre a la buhardilla, se encontró con una desagradable sorpresa: alguien había forzado la cerradura entrando allí y revolviéndolo todo. Las figuras de madera estaban volcadas y esparcidas por doquier; los pósters de los músicos de jazz en el suelo hechos pedazos con los marcos destrozados… Pero lo que más le dolió es que habían quemado sus carpetas de poemas. En ellas guardaba todos sus escritos desde que era pequeño; los primeros versos con apenas diez años dedicados a sus padres; las poesías de su etapa adolescente; los poemas de desamor con sus antiguas parejas. Todo lo que era importante para él, yacía por el suelo pisoteado y hecho cenizas… De rodillas, Daniel recogió los pedacitos de poemas que se habían salvado de las llamas. Ya no eran más que retazos inconexos de sus sentimientos, plasmados en hojas amarillentas ahumadas por el fuego.
         Denunciar aquella situación era la única salida que le quedaba. Aun así, le costaba llegar a ese extremo. Cursar una demanda en los juzgados contra sus propios hermanos resultaba algo muy triste para él a pesar de que le estuvieran haciendo la vida imposible. Pero no le dejaban otra opción.
         Durante más de dos horas estuvo recogiendo la buhardilla. Se encontraba a punto de marcharse, cuando sonó el teléfono. Con la correa de Telmo en la mano, dudaba si cogerlo o no. Mientras, el timbre sonaba una y otra vez. De pronto paró unos segundos. Luego volvió a sonar… Daniel estiró la mano, y por fin lo cogió.
         —¿Sí?
         Al otro lado nadie contestaba, pero se oía una respiración profunda.
         —¿Quién es? —volvió a preguntar con el corazón en un puño.
         —Esto… sólo… es… el principio…
         Aquella voz anónima y oscura era irreconocible; sin embargo las intenciones habían quedado muy claras. Colgó el teléfono e inmediatamente se asomó a la ventana para ver si algún extraño merodeaba por la calle. En apariencia todo transcurría con normalidad, aunque estaba convencido de que le vigilaban.





 14


         Al día siguiente presentó una denuncia en los juzgados contra sus hermanos. Con un nudo en la garganta, redactó el texto y lo firmó antes de entregárselo al funcionario de la ventanilla. Después regresó a casa junto a sus padres intentando aparentar normalidad. Nada más entrar, Lucrecia fue a su encuentro alarmada.
         —Señor, no hay gas. Iba a preparar la comida pero no he podido.
         —Es posible que lo hayan cortado por la obra que están haciendo en la calle.
         —Pregunté a la vecina de enfrente y ellos sí que tienen suministro.
         Daniel se dirigió a la cocina, abrió una llave de los fogones y prendió el mechero. No salía nada de combustible.
         —Ve preparando una ensalada. Mientras, voy a llamar a la compañía.
         —Como usted diga.
         Buscó el teléfono en la guía y marcó el número.
         —Gas Natural, buenos días, ¿qué desea?
         —Verá: resulta que íbamos a hacer la comida y nos hemos encontrado que no tenemos gas. ¿Puede deberse a una avería?
         —Es probable —contestó la operadora—. En cualquier caso, ¿me podría facilitar el nombre del titular para ver en qué situación se encuentra el contrato?
         —Sí, claro. Adolfo Pardo Jiménez.
         —Un momento, por favor.
         Durante más de treinta segundos se mantuvo a la espera, hasta que de nuevo habló la operadora.
         —Perdone, pero hay una orden de corte del suministro fechada el día 15 de la semana pasada.
         —No es posible —respondió incrédulo—. Ha tenido que ser una confusión.
         —Pues aquí consta claramente. La orden fue dada Por Celia Pardo Navarro ese mismo día. Supongo que es un familiar suyo, ¿verdad?
         Daniel se quedó helado. No podía articular palabra alguna. Colgó el teléfono sin contestar a la operadora. Lo habían hecho. Habían sido capaces de cortar el gas a sus propios padres como medida de presión para obligarles a abandonar la casa con la intención de volver a encerrarles en el asilo.
         —¿Sucede algo, hijo? —preguntó Adolfo entrando en el salón con las muletas.
         —No, no, nada… Han cortado el gas provisionalmente por la obra de la calle, pero dentro de poco volverán a reponerlo.
         —¡Hay que ver qué mal funciona todo!
         Cuando el padre se quedó dormido en el sofá tras la comida,  aprovechó para volver a llamar a la Compañía de Gas, solicitando que reanudaran cuanto antes el servicio. Por la tarde fue con Telmo a la buhardilla con la intención de comprobar que todo estuviese bien. Abrió la puerta nervioso… Todas las cosas seguían tal y como las había dejado. Justo antes de salir, cuando ya estaba a punto de marcharse, sonó el teléfono. Era como si alguien desde algún lugar expiara sus movimientos.
         —¿Diga?
         Una vez más se dejó oír aquella respiración pausada.
         —Te vas… a arrepentir… de lo que has… hecho…
         Era el mismo susurró de la voz anónima. Se mantuvo unos instantes en silencio y después colgó. Sin duda se refería a la denuncia interpuesta contra sus hermanos. Daniel ató al perro, cerró la puerta con fuerza, y salió corriendo en dirección a la casa. Cuando entró en el recibidor con la respiración entrecortada, Lucrecia se asustó.
         —¿Ocurre algo, señor?
         —No, nada. ¿Mis padres están bien? —preguntó con resuello.
         —Muy bien. Se encuentran en el salón.
         Al fondo podían oírse las inconfundibles notas del Concierto de Aranjuez, que Adolfo solía escuchar a menudo.
         —¿Qué tal todo? —dijo asomándose por la puerta.
         —Bien, hijo, bien. Disfrutando con tu madre de esta obra maestra…
         A pesar de la tensión que estaba viviendo, se encontraba feliz de verles otra vez tranquilos en la intimidad del hogar. Telmo se acercó junto a la madre moviendo el rabo. Carmen lo acarició con cariño mientras sonreía. La anciana era una apasionada de los perros y Telmo lograba estimular sus emociones algo adormecidas por la enfermedad.
         Permanecieron toda la tarde en el salón hasta que se hizo de noche. La vecina se había ofrecido a prepararles la comida mientras les faltara el suministro de gas. Aquellos días de invierno estaban siendo duros y comer sólo alimentos fríos no llegaba a reconfortar. La mujer les calentó un puchero de cocido, que los ancianos agradecieron como si hubiesen vuelto a tiempos de la posguerra. Media hora después de cenar, Adolfo se levantó del sofá y se dirigió al baño con sus muletas.
         —¿Le puedo ayudar en algo, don Adolfo? —preguntó Lucrecia solícita.
         —No te preocupes, ya me bandeo bien yo solo.
         A lo largo del pasillo se podía escuchar el sonido renqueante de las muletas. De pronto, hubo un apagón. Toda la casa se quedó en penumbra… Instantes después, se oyó un ruido seco en el cuarto de baño. Adolfo se había caído golpeándose la nuca contra el lavabo. El pulso de Daniel se aceleró. Se levantó del sofá como impulsado por un resorte.
         —¿Papá, estás bien? —preguntó caminando a oscuras por el pasillo.
         No obtuvo respuesta alguna.
         —¡Papá, contéstame! —gritó acongojado.
         Daniel entró en el baño tropezando con una muleta que se había quedado cruzada en el suelo. Se agachó y puso la mano a tientas sobre la pierna de Adolfo. El anciano no se movía… Se arrodilló con el corazón en un puño. Comenzó a palparle hasta llegar al pecho. No sentía la respiración. Rebuscó en la camisa y sacó el mechero temblando. Lo encendió como pudo frente al rostro de su padre. Adolfo tenía la boca abierta y los ojos en blanco. El grito desgarrado de su hijo se escuchó en todo el vecindario.




 15


         Daniel quiso que el entierro de su padre fuera en la más absoluta intimidad. Ni siquiera los hermanos tuvieron noticia del fatal desenlace hasta varios días después. Aquella fría mañana de invierno, tan sólo acudieron al sepelio la madre, Lucrecia y él.
         Cuando pudo confirmar que el apagón de electricidad se produjo debido a otro corte de suministro ordenado por sus hermanos, la rabia le desbordó… Poco después llegó a su domicilio una orden judicial en la que se le informaba que la tutela de la madre había recaído sobre Celia. Además, la denuncia interpuesta contra sus hermanos fue desestimada por el juez, procediendo al sobreseimiento de la causa sin justificación alguna. Daniel sabía que la mano de Jesús Baza estaba detrás de todo esto. Sus influencias en los juzgados era algo conocido en todo el gremio. El abogado mercenario manejaba los hilos legales a su antojo, sobornando a jueces corruptos para manipular las pruebas presentadas. Muchos oficios cursados contra sus defendidos, ni siquiera llegaban a diligencias previas. A menudo desaparecían sin más, supuestamente traspapelados. Respecto a la autopsia del padre, Jesús Baza había conseguido sobornar al médico forense para que certificase la muerte como infarto cerebral, obviando el fuerte golpe recibido en la nuca tras perder el equilibrio como consecuencia del apagón.
         Nada más obtener la tutela de su madre, Celia la metió de nuevo en el asilo. Pero aquello no duró demasiado tiempo. A las cinco semanas de ser internada, la anciana falleció de tristeza. Una tarde plomiza fue hallada en El Cuarto Oscuro rígida e inexpresiva sobre la silla de la esquina, con la cajita de música entre las manos.
         Daniel cayó sumido en una profunda depresión. Tuvo que dejar a Telmo a cargo de un amigo, pues era incapaz de poder atenderle. Todo lo que le estaba sucediendo en su vida le sobrepasaba. En poco más de un mes, había perdido a sus padres por culpa de la infamia de sus hermanos.
         En esta ocasión fueron Sergio y Celia los que se encargaron de los preparativos del funeral. Durante la misa, Celia lloraba con lágrimas fingidas como una auténtica plañidera. Se apoyaba en el hombro de Sergio y no dejaba de repetir: «¡He hecho lo que he podido! ¡Todo lo que he podido!» Daniel la miraba clavándole los ojos con desprecio. Desde pequeño había asistido al uso de la afectación que hacía su hermana para conseguir cualquier cosa; pero verla llorar con aquellas lágrimas vacías en el entierro de su propia madre le hacía sentir repulsión.
         Tras la ceremonia, los familiares se acercaron para darles el pésame una vez más. Sergio dirigía la situación con desenvoltura, podría decirse que incluso ufano. Siempre le encantaba convertirse en el centro de atención y, a pesar de las circunstancias, aquella mañana no lo iba a ser menos. Había acudido a la ceremonia con sus mejores galas: llevaba un traje de esmoquin negro, más apropiado para pavonearse que para  asistir a un entierro. Durante todo el funeral portó en la mano izquierda un maletín negro del cual no se separó ni un solo instante… Tanto Celia como él, no cruzaron palabra alguna con su hermano; sólo le dirigían miradas tensas y esquivas.
         Al final de la mañana, tras un pequeño refrigerio preparado para el evento, la gente comenzó a marcharse. Fue entonces cuando Sergio se acercó a Daniel por detrás poniéndole la mano en el hombro.
         —Sé cómo te encuentras —le susurró en tono cínico—. Ellos eran muy importantes para ti. Pero es ley de vida, hermano… Creo que deberíamos dejar atrás las rencillas, ¿no te parece? He sido un poco duro contigo, no lo niego. Sabes que me cuesta quitarme el rol de hermano mayor, aunque no lo hago con mala intención. Lo único que pretendo es llevarte por el buen camino…
         Daniel permanecía ausente mirando hacia el final del cementerio, totalmente ajeno a la conversación.
         —Hagamos borrón y cuenta nueva como si nada hubiera pasado, ¿vale, hermanito?
         Sergio se encendió un puro y le miró condescendiente.
         —Sí, ya sé que mi abogado es un tipo duro. Se lo toma todo muy en serio y a veces peca de exceso de celo en su trabajo…
         El rostro de Sergio vislumbró una sonrisa hueca. Daniel continuaba impertérrito, como si se encontrara a años luz de allí. Su hermano miró de lado a lado, se colocó el puro entre los dientes, subió el maletín a la altura del pecho y lo entreabrió. Podía verse una hilera de fajos de billetes nuevos asomando. Daniel ni siquiera se molestó en mirarlos. Sergio volvió a cerrar el maletín y se lo puso entre los dedos.
         —Para que veas que tu hermano es de palabra —dijo echando el humo por un lado de la boca—, aquí tienes la parte de la herencia que te corresponde por la casa. He cerrado el trato en tiempo récord y ya está vendida. Cuenta el dinero si no te fías. Verás que hay un diez por ciento más de lo que te corresponde; pero eso implica que nunca jamás has de mencionar a nadie la forma en que murieron nuestros padres, ¿te ha quedado claro? Respecto al saldo de las cuentas bancarias, ya hablaremos más adelante.
         Daniel echó a andar con el maletín en la mano sin tan siquiera despedirse. Caminaba como un autómata por el pasillo principal del cementerio, entre hileras infinitas de cruces blancas. Mientras su figura se iba diluyendo en la distancia, Sergio le murmuró a su hermana:
         —Siempre será un desgraciado.
         Aquella noche Sergio y Celia cenaron juntos en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Brindaron con champán, totalmente ajenos al supuesto dolor que deberían sentir por la pérdida de los padres. Fuentes de caviar, ostras, langostinos y otros mariscos presidían la mesa.
         —A veces me siento un poco Calígula —le dijo a Celia con sonrisa sardónica mientras chupaba una pata de bogavante—, pero la vida es así… El fuerte sobrevive y el débil muere. Selección natural creo que lo llaman. En fin, dejemos atrás las penas… Calígula propone un brindis por Drusila, ¿te parece bien?
         —¡Por Drusila! —exclamó Celia levantando la copa con los ojos brillantes.
         Después de la cena se dirigieron a la casa de Sergio en la urbanización de lujo donde residía. Aparcaron junto al chalet y salieron del coche entre risas, haciendo eses por los efectos del alcohol. Nada más entrar, fueron directamente al mueble bar para tomar una copa más. Tras servirse dos peppermints con hielo, Sergio puso de fondo el hilo musical y se tumbaron en el sofá acaramelados. Al cabo de media hora, entraron en el dormitorio. Entre besos pasionales fueron desnudándose embriagados por el licor. En plena excitación, se oyó ladrar a un perro por los alrededores, pero no le dieron la mayor importancia. Sergio y Celia comenzaron a hacer el amor ávidos de lujuria. De pronto, oyeron un fuerte golpe en la ventana del salón. El ruido de un cristal roto invadió la casa.
         —¿Quién anda ahí? —gritó Sergio incorporándose de la cama.
         Nadie respondió.
         —¿Está conectada la alarma? —preguntó Celia mientras se arropaba con la sábana.
          —La quité al entrar y se me olvidó volver a conectarla.
         Sergio comenzó a ponerse los pantalones. Antes de que pudiera hacerlo, la silueta de una persona en la oscuridad se paró bajo el dintel de la puerta. En esos momentos, por el hilo musical empezó a sonar “Extraños en la noche”.
         —¿Quién eres? —preguntó Sergio.
         El individuo comenzó a caminar hacia la cama. Se detuvo frente a ellos mirándoles sin hablar. Junto a él, comenzó a gruñir un perro.
         —Qué… haces aquí… —farfulló—. Todavía tengo un cheque para entregarte… Te lo iba a dar mañana, pero si quieres lo firmamos ahora mismo… Son varios millones, ¿sabes?
         El intruso ni siquiera le escuchaba. Amenazándoles con el picahielos que habían dejado sobre el mueble bar, les lanzó varias cuerdas obligándoles a que se ataran el uno al otro. Después les hizo tumbarse sobre la cama  inmovilizándoles las muñecas con cinta aislante. De nada servían las súplicas. Les ató con otras cuerdas a las patas del somier hasta dejarlos inmovilizados por completo. El intruso abrió un maletín negro. Luego se abalanzó sobre ellos.



16


TRIPLE ASESINATO EN MADRID
 MUERTOS DOS HERMANOS EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS
 SU ABOGADO FUE ASESINADO AL DÍA SIGUIENTE


Agencia Efe.
Este fin de semana aparecieron muertos los hermanos Sergio y Celia Pardo Navarro en un chalet de la urbanización Prado Real, en las afueras de Madrid. Su abogado particular Jesús Baza Calvo, también fue hallado muerto la mañana del lunes por su secretaria, en el despacho jurídico sito en la madrileña calle Ferraz. Se relacionan directamente ambos asesinatos. Los cadáveres de los hermanos fueron encontrados el domingo 14 de marzo a las 22:30 horas por la empleada del hogar, al regreso de su día de permiso. Presa del pánico, telefoneó al Servicio de Urgencias 112, que a las 22:45 horas se personó con una dotación policial en el chalet propiedad de Sergio Pardo.
         La autopsia practicada por el médico forense confirma que la muerte de ambos hermanos se produjo por asfixia. A las 3 de la mañana se procedió al levantamiento de los cadáveres. El principal sospechoso es su hermano Daniel Pardo, que fue detenido sin ofrecer resistencia la mañana del lunes día 15 en su domicilio del barrio de Lavapiés. Todavía se desconoce el móvil del crimen, aunque todo apunta a un ajuste de cuentas por asuntos de herencia.


******


EL CRIMEN DE LA HERENCIA

 La semana pasada apareció  en los diarios el extraño caso del triple asesinato, al que la prensa ha denominado como El Crimen de la Herencia.
         Sergio y Celia Pardo Navarro aparecieron muertos de manera peculiar en el domicilio de la urbanización donde residía el hermano. Al día siguiente se encontró el cuerpo sin vida del abogado Jesús Baza Calvo en su mismo despacho jurídico. El cráneo estaba destrozado por los golpes de una barra antirrobo para vehículos, encontrada en las escaleras del portal de la calle Ferraz nº 57.
         Se ha procedido a la investigación pericial para hallar huellas digitales en el arma homicida, aunque de momento dicha información permanece bajo secreto de sumario ordenado por el juez instructor. Según fuentes policiales, el cadáver del abogado Jesús Baza fue encontrado la mañana del lunes por su secretaria, postrado sobre la mesa del despacho con el cráneo abierto en la zona occipital. Una mancha de sangre había teñido de rojo todos los documentos que estaban encima de la mesa. Sobre su espalda, en la nuca, el asesino dejó escrita una nota en la que ponía: «No estás por encima de la ley.»
        Según las primeras declaraciones ofrecidas a la prensa por Daniel Pardo, el jurista Jesús Baza le había presionado con métodos mafiosos basados en amenazas, extorsión y allanamiento de morada. Dicho letrado detuvo las acciones judiciales que el homicida presentó en el juzgado nº 95, por varias agresiones recibidas contra su vehículo y su vivienda sita en la calle Mesón de Paredes. Jesús Baza ordenó a instancia de los hermanos, el corte de suministros en la casa de sus padres para obligarles al desahucio e internarles en un asilo de ancianos en contra de su voluntad. Jesús Baza era conocido en los ámbitos jurídicos como El Abogado Mercenario por sus métodos poco ortodoxos.
         Según información facilitada a la Agencia Efe, la noche del 24 de febrero, el mismo día del entierro de su madre, Daniel Pardo se dirigió con su vehículo a la urbanización Prado Real, aparcó a cien metros de la misma, y tras burlar la vigilancia se introdujo en el chalet con su perro después de romper una ventana trasera. Los cuerpos de Sergio y Celia fueron hallados por la Policía Nacional boca arriba y atados a la cama, con un fajo de billetes cada uno introducidos en la boca, lo que según el testimonio del médico forense les produjo la muerte por asfixia en cuestión de segundos. Sobre las sábanas, entre los cuerpos desnudos de los dos hermanos, encontraron abierta una pequeña caja de música. Se desconoce el motivo que pudo llevar al asesino a colocarla allí. Por el suelo de la estancia se hallaron infinidad de billetes esparcidos y un maletín negro abierto. Según rumores extraoficiales, Sergio y Celia Pardo mantenían una relación incestuosa y pretendían hacerse con la mayor parte de la herencia en perjuicio de su hermano.
         «Volvería a hacerlo», declaró Daniel Pardo con las esposas puestas tras salir de la comisaría camino de la prisión bajo arresto incondicional decretado por el juez.
         Esta misma tarde junto a la puerta de los juzgados, el abogado de oficio del  presunto asesino pronunció estas palabras frente a los medios de comunicación:
         «Todo el mundo, hasta la persona más cuerda y sensata, puede tener un acceso de locura y cometer un crimen. Que nadie olvide esto.»




FIN







Oscar Nóbregas, Madrid 2011

"A mis padres, que fueron privados de la libertad en los últimos años de sus vidas."


El Crimen de la Herencia I



                                                                 1

         Resbaló en la cocina.

         Unas pequeñas gotas de aceite provocaron que el anciano cayera de bruces contra el suelo, haciendo añicos el plato de comida que sostenía en la mano antes de la brutal caída. La rotura de la cadera fue inmediata. Adolfo notó en su interior el crujido seco de su propio hueso. Un grito ahogado fue lo único que pudo salir de sus labios rígidos paralizados por el dolor. Tembloroso, intentó incorporarse una y otra vez sin conseguirlo. A ras de suelo, podía ver las patatas fritas desparramadas sobre las baldosas, entremezcladas con pequeñas piezas del plato que se habían esparcido de forma aleatoria.

         Adolfo llamó a su mujer pidiendo auxilio en vano. Fue un acto reflejo inútil y él lo sabía. Carmen desde muchos años atrás padecía de Alzheimer. A pesar de escuchar claramente la voz de su marido, la pobre mujer se limitaba a dar vueltas de un lado a otro del pasillo, incapaz de descolgar el teléfono para marcar el número de urgencias. Ella percibía de forma clara la tensión del momento, pero su cerebro ya no sabía procesar la información que estaba recibiendo por medio de sus sentidos.

         Carmen rompió a llorar angustiada gritando el nombre de su marido. A pesar de ello, en ningún momento le miraba a la cara y seguía recorriendo el pasillo de extremo a extremo, dando pequeños pasitos con sus pantuflas desgastadas. Adolfo pensó en pedir socorro a los vecinos; pero su hilo de voz apenas inundaba la propia cocina. Se fue arrastrando como pudo hasta la mesa y agarró tembloroso la pata de una silla. Haciendo un esfuerzo sublime, levantó la pata y golpeó contra el suelo varias veces. Nadie respondió. El reloj de carillón marcaba las once menos cuarto y los vecinos ya se habían acostado. El anciano era consciente de que el tramo que le separaba del salón para poder llegar al teléfono resultaba del todo insalvable en aquel trance.


                                                                 2

         Adolfo y Carmen habitaban una antigua casa de grandes estancias y techos altos, con suelo de madera resquebrajada por el paso del tiempo. Vivían solos desde hacía más de veinte años. De sus tres hijos, tan sólo Daniel  les llamaba a diario para saber cómo se encontraban. Sergio y Celia se habían desentendido de ellos por completo y ni tan siquiera en las fechas navideñas eran capaces de visitarles. Daniel habitaba una pequeña buhardilla no muy lejana al domicilio de los padres y a menudo les traía comida. El hijo pequeño alternaba su trabajo de artesano con su verdadera pasión: la poesía. Tallaba figuras de madera que luego barnizaba para venderlas en un pequeño puesto del Rastro. Ese trabajo casi no le alcanzaba para llegar a fin de mes, pero se había acostumbrado a su vida bohemia sin grandes pretensiones económicas.

         Daniel vivía solo. Como única compañía tenía un perro de pelo beige. Telmo era un golden  que encontró abandonado en un cubo de basura, siendo todavía un cachorro con los ojos cerrados y llenos de legañas. Lo envolvió en su cazadora y lo llevó a casa para darle de comer en un cuenco de leche. A los pocos días, se dio cuenta de que el pequeño cachorro ya formaba parte de su vida y lo acogió para siempre bajo su techo. Cinco años después, Telmo se había convertido en un perro tranquilo y cariñoso.


                                                                 3

         El reloj de pared hizo sonar las once. A pesar de todo, Adolfo intentó llegar hasta el salón arrastrándose por la cocina. Todavía albergaba la esperanza de que su hijo Daniel fuera aquella noche a visitarles, pero no podía quedarse inmóvil sin más aferrado a esa posibilidad. Haciendo aplomo de paciencia y conteniendo el dolor, fue desplazándose por el suelo con los brazos extendidos. A su paso, un ligero rastro de sangre quedaba marcado en las baldosas blancas. El anciano se había cortado la mano derecha tras el impacto del plato contra el suelo. Carmen lloraba desconsolada tapándose la cara con las manos. Adolfo tardó casi una hora en salir de la cocina a rastras por el pasillo. Logró llegar al salón a duras penas, completamente extenuado. Alzó la mano para descolgar el teléfono de la mesa y por fin pudo conseguirlo. Justo cuando iba a marcar el número de urgencias, se desvaneció. El cable del teléfono quedó colgando. Por el auricular se escuchaba el tono de la línea. Al cabo de varios segundos, la estancia se quedó en silencio.


                                                                4
      
         Daniel no tenía pensado acercarse aquella noche por casa de sus padres. Había pasado toda la tarde tallando y se encontraba cansado. Decidió telefonearles para saber al menos cómo se encontraban. Marcó varias veces el número, pero comunicaba. Volvió a llamar media hora después y la línea seguía ocupada. Se extrañó mucho, ya que no solían hablar durante tanto tiempo. Cogió la correa de Telmo, se puso el abrigo, la bufanda, y salió de la buhardilla en dirección a la casa. Aquel 29 de diciembre hacía una noche heladora. Algunos copos de nieve caían suavemente sobre las calles sin llegar a cuajar sobre el asfalto. Entró en el portal y subió las escaleras. Daniel llamó al timbre, pero no le abrían. Pegó el oído a la puerta y pudo escuchar los lamentos de la madre... Su corazón se aceleró. Sacó la llave y la metió en el ojo de la cerradura. Tras forcejear varios segundos, por fin entró. Fue corriendo hasta el salón. El padre estaba sin sentido, tumbado en el suelo con el brazo estirado en dirección al auricular del teléfono. La madre permanecía sentada junto a él, tiritando de frío mientras sollozaba. Telmo lamía la cara de Adolfo gimiendo, consciente de que algo no andaba bien. Incorporó a su padre como pudo, recostándole en el sofá. Llamó al servicio de urgencias, que nada más llegar al domicilio certificó la rotura de la cadera izquierda. Adolfo tuvo que ser ingresado de inmediato en el hospital. Daniel durmió aquella noche en casa de los padres.

         —¿Dónde está papá? —preguntaba Carmen sentada sobre su cama con la vista perdida.

         Daniel se acostó a su lado e intentó calmarla. Entonces recordó cómo de pequeño ella le arropaba, le cantaba canciones y le contaba algún cuento hasta que se dormía. A veces Carmen dejaba sobre su mesilla una antigua cajita de música que había heredado de la bisabuela materna. Al abrirla, las notas del “Para Elisa” de Beethoven escapaban del interior, mientras una bailarina de madera se movía al compás de la música. Infinidad de noches en su infancia, concilió el sueño escuchando aquella sutil melodía…

         Daniel fue al salón, abrió la vitrina de cerezo y extrajo la pequeña caja. Suavemente le pasó un trapo para quitarle el polvo. Después la colocó en la mesilla. Durante varios minutos estuvo acariciando a su madre hasta que por fin se durmió. Al cabo de un rato cogió una manta vieja y se acostó en el sofá. Estuvo dando vueltas toda la noche sin pegar ojo. Cuando por fin pudo conciliar el sueño, tuvo una pesadilla que le hizo volver en sí. Sudoroso y jadeante, se incorporó del sofá con el corazón acelerado. Entonces recordó las imágenes que había tenido: las baldosas de la cocina comenzaron a despegarse del suelo sin motivo alguno formando el cuerpo de un ataúd, justo en el mismo sitio donde resbaló su padre.


                                                                 5

         Al día siguiente Daniel telefoneó a sus hermanos para ponerles al corriente del percance. Ante su sorpresa, Celia se ofreció a llevar a la madre a casa mientras durase la convalecencia de Adolfo en el hospital. La actitud solicita de su hermana le extrañó, ya que Celia durante años estuvo ignorando a sus padres con toda la indolencia del mundo. El desprecio hacia ellos había llegado hasta el punto de pasar la Nochebuena tan sólo con su otro hermano. Entre Celia y Sergio existía una complicidad perversa que rayaba lo incestuoso...

         A menudo se preguntaba cómo sus dos hermanos podían ser así. Sergio, el mayor de los tres, era un tipo engreído, prepotente y materialista que siempre le despreciaba hasta humillarle. Dirigía una floreciente empresa de negocios en la cual tenía a su cargo más de veinte empleados a los que trataba con despotismo. Su obsesión por el dinero era insaciable. Cuantos más ingresos obtenía, más estimulaba su avaricia. Sergio se aprovechaba sin escrúpulos de la vejez de sus padres. Convenció a Adolfo para que pusiera a su nombre como titular su cuenta bancaria, con la excusa de revisarle  todas las facturas y asegurándole que gracias a una serie de transacciones, le procuraría unos intereses mensuales... Había llegado al punto de vender un apartamento en la costa propiedad de Adolfo, quedándose con todo el dinero sin dar ningún tipo de explicación a su hermano. Simplemente le dijo que la venta del piso iba a ir destinada a los cuidados de sus padres. Cuando Daniel le pidió que le mostrara el documento de compraventa de la vivienda, Sergio puso mil excusas y le engañó diciendo que había vendido la casa a un precio menor, escriturando la venta por la cuarta parte del precio real. Después guardó esa cantidad como dinero negro en una caja fuerte que tenía a medias con su hermana en el chalet de la urbanización donde residía.

         Celia, la más pequeña de los tres, era una mujer arpía, sibilina y manipuladora. Para ella su principal arma siempre fue la mentira, mediante la cual se había ido abriendo paso a lo largo de su vida. Con frialdad calculadora ponía las miras en sus objetivos y no tenía escrúpulos a la hora de utilizar a quien fuera necesario. El culmen de su maldad, fue llegar a quedarse embarazada fruto de una relación al margen de su matrimonio. Durante años mantuvo engañado al marido como si aquella hija hubiera sido suya. Tras solicitar las pruebas de paternidad, Javier pidió inmediatamente el divorcio.


                                                                 6

         A media mañana Celia se presentó en casa de los padres y recogió a Carmen para llevarla a su domicilio. Los días posteriores Daniel estuvo visitando a Adolfo en el hospital. La rotura de cadera le había postrado en la cama y la intervención quirúrgica debía realizarse lo antes posible. El día anterior a la operación, estuvo toda la tarde en el hospital para darle ánimos.

         —Ya verás cómo te recuperas pronto —consolaba a su padre.
         —Dios te oiga, hijo. Lo único que deseo es volver a casa con mamá… ¿Qué tal está?
         —Muy bien, no te preocupes. Celia se la ha llevado con ella.
         —¿Celia? No sabes cuánto me alegro. Últimamente nos tiene abandonados... Y estás navidades han sido tan tristes... Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vino a cenar en Nochebuena.
         —No se lo tengas en cuenta; ella vive a su aire. Además, a ti nunca te gustó mucho la Navidad.
         —Es cierto... Pero eso tiene un motivo: el entierro del abuelo fue un 24 de diciembre, y aquel suceso marcó a la familia de por vida. En fin, siempre hay algo de tristeza en esas fechas si tus seres queridos no se reúnen.
         —Nuestra familia es así, papá —replicó Daniel—, tenemos que reconocerlo. Desde hace mucho tiempo está completamente desunida. Sergio y Celia hacen la guerra por su cuenta, como si tuvieran una alianza secreta entre ellos... No le des más vueltas a la cabeza. Procura estar tranquilo y optimista. Lo importante es que la operación salga bien y que regreses a casa cuanto antes.
         —Tengo tantas ganas de volver...
         —¿Necesitas que te traiga algo de allí? ¿Quieres el transistor para escuchar la radio?
         —Sí, hijo, por favor, me hará bastante compañía... Y tráeme también mis recortes de periódico del fútbol. Las enfermeras no se creen que fui jugador del Real Madrid, aunque es cierto que ha llovido mucho desde la década de los cuarenta... ¡Qué tiempos aquellos! Sin duda los mejores de mi vida... Fue entonces cuando conocí a Carmen aquel verano en la sierra... No te puedes hacer una idea lo guapa que era tu madre... Cuando íbamos al cine, los de las butacas de delante se daban la vuelta para mirarla y rumoreaban... Recuerdo la primera vez que le pedí bailar en las fiestas del pueblo. ¡La pisé tres veces de lo nervioso que estaba!

         Daniel sonrió.

         —Mañana tienes aquí los recortes, papá, no te preocupes.
         —Y el transistor, hijo, y el transistor.
         —Ahora te van a servir la cena. Descansa bien, ¿vale?
         Daniel le dio un beso en la frente y salió del hospital. Era consciente de lo mucho que su padre se había debilitado. Adolfo siempre fue un hombre de temperamento fuerte. Con él tuvo infinidad de discusiones que les hicieron enfrentarse. Sin embargo, todas esas peleas se habían diluido como por arte de magia en su memoria.

         Mientras caminaba con las manos en los bolsillos bajo una tenue lluvia, imaginó aquella tarde en la sierra el día que se conocieron sus padres. De alguna manera esa tarde fue la que por azar le dio la vida.


                                                                 7

         Tras la operación de Adolfo, Daniel estuvo llamando varios días seguidos a Celia sin obtener respuesta alguna. Cuando por fin la pudo localizar, le preguntó cómo estaba Carmen.

         —Se encuentra muy bien, no te preocupes.
         —Papá está deseando verla... Tenemos que llevarla al hospital para darle ánimos. Quiero hablar con ella. Dile que se ponga, por favor.
         —Está echada en la cama.
         —En ese caso, llamaré más tarde.
         —Lo siento, Daniel, pero no va a poder ser... Mamá no se encuentra bien.
         —Me acabas de decir que estaba muy bien. Por favor, no me hagas luz de gas.
         Durante unos segundos permaneció en silencio.
         —Mamá no está en casa.
         —¿Qué? Repíteme eso.
         —Sergio y yo la hemos ingresado en una residencia.
         —No me lo puedo creer.
       —Créetelo, Daniel. Es lo mejor para ellos. Ya están demasiado mayores para vivir solos.
         —¿Cómo puedes saber lo que es mejor para ellos, si durante veinte años apenas les habéis visitado?
         —Exageras un poco, ¿no te parece?
         —¿Que exagero? Ni siquiera te has molestado en venir a verles esta Navidad. ¿Crees que a ellos no les afecta? ¿Así les pagas todo lo que te han ayudado siempre? ¿Acaso has olvidado ya los cheques que papá te enviaba para tus gastos?
         —Puede que por ser la pequeña hayan tenido un trato de favor conmigo, pero eso es agua pasada y yo no tengo la culpa de que fuera así. Para que veas que no soy desagradecida, a partir de ahora quiero que nuestros padres vivan como reyes.
         —¿Cómo reyes en un asilo? Sabes de sobra que  nunca han querido ir a un sitio como ése.  En un asilo es imposible  que tengan la misma dedicación hacia ellos que en casa, y además van a echar de menos sus cosas. Su cama, su sofá, sus recuerdos...
         —Sergio y yo lo hemos decidido así, Daniel. No hay vuelta de hoja.
         —Sergio y tú, siempre Sergio y tú. ¿Y yo, qué? ¿Acaso mi opinión no vale nada? ¿Con qué derecho me imponéis vuestros criterios? Soy yo el que les conoce mejor. Siempre he estado ahí para lo bueno y para lo malo. ¿Sabes? No es fácil convivir con dos personas mayores. El carácter de papá se ha ido torciendo con la vejez. Muchas veces me ha hecho daño con su manera de ser... Pero no me importa. Es mi padre y no quiero que pase los últimos años de su vida en un asilo.
         —Habla con Sergio —dijo Celia en tono seco.
         —No dudes que hablaré con él. Dame la dirección. Voy ahora mismo a ver a mamá.


                                                                 8

         Daniel tomó nota de la dirección y se dirigió inmediatamente hacia la residencia. Estaba dolido por la manera de actuar cínica y alevosa de sus hermanos. Una vez más habían maquinado entre ellos un plan dejándole al margen. Empezaba a tener fundadas sospechas de sus verdaderas intenciones, que sin duda iban más allá de esa repentina preocupación por unos padres a los cuales habían ignorado durante años. A pesar de ello, Sergio y Celia siempre fueron privilegiados en el trato recibido respecto a Daniel. Nada más cumplir los dieciocho años, Adolfo le compró a Sergio un flamante coche deportivo. Quizás el hecho de ser primogénito le había deslumbrado, sin darse cuenta que en realidad su hijo mayor era un ser indolente y egoísta. Celia, la más consentida de la familia, exigía siempre que todo su vestuario fuera de buena marca. Los caprichos y las ñoñerías de la hija menor llegaban a ser irritables... Sin embargo, Daniel jamás cayó en la vulgaridad de considerar un agravio comparativo las atenciones de Adolfo respecto a él. Al revés. Valoraba cualquier detalle recibido por pequeño que fuese. Cuando años más tarde le regaló un coche de segunda mano, jamás pensó que a su hermano mayor le había comprado uno caro y nuevo. Todo lo contrario. Se alegró del detalle de su padre, pues pensaba que ni siquiera lo merecía.

         Imbuido en estos pensamientos, se topó de frente con el asilo de ancianos ubicado en el barrio de Prosperidad. A simple vista desde el exterior el lugar parecía agradable, pero lo que Daniel se encontró al traspasar el umbral de la puerta sobrecogió su pecho… Decenas de viejos encerrados en lúgubres estancias, permanecían hacinados en el ambiente más desolador que cualquier ser humano pudiera imaginar... Algunos estaban sentados en viejos tresillos desvencijados y mugrientos. Varios miraban al techo o al suelo con expresión hueca como si fueran autistas. Otros caminaban de lado a lado de la estancia vestidos con sus batas malolientes, repitiendo frases autómatas. Uno se rascaba la cabeza sin parar como si tuviera piojos. Otro pronunciaba lamentos compungidos mientras se balanceaba de arriba abajo moviendo la cabeza. Los tics nerviosos eran habituales, como consecuencia del encierro prolongado en aquel lugar deprimente e indigno. A lo lejos, un anciano con el gesto desencajado y las manos encogidas gritaba sin cesar: «¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!». Una vieja le acariciaba el pelo canoso intentando consolarle. A su lado, en el mismo tresillo, un viejo se había defecado encima. El hombre se sacaba el excremento del pantalón limpiándose en las mangas de la camisa, mientras un hilillo de saliva colgaba de sus labios.

          —¡Enfermera! —exclamó una señora algo más joven que el resto—. ¡Agustín se ha cagado encima!

         Aturdido, Daniel buscaba a su madre entre toda esta turba de demencia senil, sin poder encontrarla. Una vieja que arqueaba las cejas con expresión de locura se acercó hasta él y cogiéndole por el brazo, le dijo:

         —¡Juventud divino tesoro, que te vas para no volver!

         Daniel salió de aquella estancia completamente abrumado. Después de atravesar el pasillo principal, por fin encontró a su madre en una esquina, al fondo de una sala sombría. Carmen estaba sentada en una silla de mimbre con la mirada ausente y melancólica.

         —¡Mamá! —exclamó besándole en la mejilla—. ¿Cómo estás?
         —Bien, hijo, bien —respondió con voz débil.
         —¿Qué tal te tratan aquí? —preguntó cogiéndole las manos. Se dio cuenta de que las tenía sucias.

         Carmen permaneció en silencio, como si ocultara algo.

         —Te noto más delgada, ¿comes bien?
         —Sí... Poco, pero bien...

         Era evidente que estaba desorientada por aquella nueva situación en su vida. Daniel tuvo que reprimir la rabia que le desbordaba. En aquel mismo instante habría sacado a su madre de allí aunque fuese por la fuerza.

         —Voy a volver pronto a casa, ¿verdad?

         Aquella pregunta se clavó como una daga en su corazón.

        —Claro que sí, mamá —respondió apretándole las manos con fuerza—. Sólo estarás aquí hasta que papá se recupere.
         —¿De verdad? —insistió la pobre mujer.

         Carmen le miraba con ojos de pena esperando una respuesta.

         —Te lo prometo, mamá. Sólo será cuestión de unos días...

         Había respondido sin convicción, sabiendo que aquello no dependía de él. Algo nervioso, cambió de tema.

         —Mira lo que te he traído —dijo sacando de su abrigo una bolsa pequeña—: tu cajita de música para que la pongas sobre la mesilla.

         Daniel dio cuerda a la cajita y la melodía de “Para Elisa” comenzó a sonar. Nunca en la vida aquellas notas le habían parecido tan amargas como en esos momentos.

         —¿Vamos a tu cuarto y me lo enseñas? —dijo levantándose.

         Al llegar a la habitación, no pudo dar crédito a sus ojos. Aquello ya fue demasiado. Carmen compartía un dormitorio frío y mal ventilado con una anciana en fase terminal, asistida por diversos tubos acoplados a su cuerpo. El alma se le cayó a los pies... Su madre, que había sido la persona más buena y entregada del mundo, no merecía pasar los últimos días de su vida en aquel sórdido lugar.

         Una hora más tarde salió de la residencia con los ojos llenos de lágrimas, jurándose a sí mismo que la sacaría de allí aunque fuese lo último que hiciera en la vida.


... Continuará .

Poemas al amor

Poemas enviados por: Alain



Amanecer

Quiero mi frente apoyar en tu pecho
prieta contigo fundirme en tu cuerpo,
por querer quiero
regalarte el universo.

Quiero entregarte las rosas del tiempo
no tienen espinas, sí tallos desiertos,
por querer quiero
en mis sonrosadas mejillas tú beso.

Quiero acariciar tu piel de nácar
con dedos trémulos borrar la escarcha,
por querer quiero
seguirte perfumando de albahaca.

Quiero ocultarme bajo tu manto
enjugando con sedas tú llanto,
por querer quiero
unir contigo las manos.

Quiero en tu dulzura y embrujo caer,
poder contigo soñar otra vez,
por querer quiero
sigas siendo amanecer.








QUERRE

Querré... el sonido de tus besos
Ansiaré, el murmullo de Tú aliento

Barreras son solo discordias.

En mi mundo: ¡están desiertas!
Tu mano, se pierde en la mía

Te amo, y a cada instante despierto
En tú lozanía.

El color no importa

El origen el deseo, y el sabor
Llena mi boca...

Esencias de un amor temprano
Surgido en aquel tiempo

Donde Primaba el justo equilibrio
En La heredad, de lo sencillo.

Y que cercana estás ahora
Observando con esa, expresiva mirada

Como invitando, a descubrirte.

Intuyendo en mí, alguna carencia.

Promesas que renacen del pasado
Y renuevan él vigor en nuestros cuerpos.

Esencias Vertidas y necesarias
Para Continuar amándonos, y fortalecer

Este intenso sentimiento.




Influencia del amor

Amor
Siento, tú influencia en mí

¿Por qué, te detienes aquí? Tan dentro…

Cuando muchos, vuelven la espalda
Y pasan, en su vida dejando destrozos.

Ellos salen heridos buscando quimeras.

Como necios, embriagando sus cuerpos
Y nunca encuentran la esencia del amor
En ellos, mismos…

Tan simple es decir: ¡Te quiero!

Con unas palabras
Puedes alejar los vientos
Esos qué crean discordias, tormentos.

Amor positivo requiero, sólo ahí develo
El significado, de lo verdadero
Eso que, siempre encuentro
En las cosas más sencillas, y lo primero
Que observo cuando despierto.

Cada día es un regalo, la oportunidad
De ser yo mismo.

Amor, siento tú influencia en mí
Para cambiar los tiempos.
Y ser más humano, un poco más, distinto…




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